domingo, 2 de octubre de 2011

¡El copyrigth es de derecha!

En consecuencia con los postulados del sociólogo francés Pierre Bordieu acerca del capital cultural y la necesaria y urgente democratización del mismo, no queda más que ofrecer para descarga libre y gratuita el contenido total de éstas páginas que todavía están frescas.





El link de descarga en formato .pdf, está roto, en breve será subido nuevamente.

وداعا

Aclaraciones que son venganzas

La Palabra Imposible va en busca del texto dinámico, cree en la intención del arte cinético, definitivamente "sirve de algo" (o por lo menos eso pretende).

Por excitación, por repulsión o por identificación, la obra insiste en hacerse cargo de cargar con un sentido, busca una estética para una ética, no se pretende pura, está acá para algo y no se va a ir hasta conseguirlo. Como un virus, entra en el organismo, anida en él, y luego lo utiliza para reproducirse. Como toda obra de arte (como todo virus), no puede vivir sin un huésped, sin un receptor, la intención de esta intención es buscar su "más allá del texto", buscar ese lugar en que la obra de arte cuestiona y deja de ser obra para ser "aquello que hice con lo que la obra hizo de mi". En este sentido la obra no es inocente, está libre de ingenuidad, es política, se embarra en la historia y pretende hacerte esclavo del infierno de sus contradicciones para que al sentirlas tengas que manifestarte, a favor o en contra, pero nunca para que le seas indiferente. Dios no es neutral y el humano no tiene posibilidad frente al narrador omnisciente del guión de la vida... de nada sirve escaparte.
 

Final del juego, solo por ahora.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Bienvenidos

 La Palabra Imposible es una combate de conceptos inútiles que buscan explotar, como un mensaje subliminal, en la retina del lector invitado donde la cultura es el campo de batalla.
A continuación, un botón para la muestra del buen científico:
 
La Habitación Negra

"Como todos los soñadores, confundí el desencanto con la verdad."
Jean-Paul Sartre

Llegué a la estación sin saber bien como, el lugar estaba deshabitado, parecía que en años nadie había estado ahí. Todo estaba sucio, el polvo era una tela transparente que se había encargado de cubrirlo todo por completo. La boletería, los bancos, los baños: vacíos, no había un alma, y por cómo estaba todo, daba la impresión de que nadie tenía la intención de visitar el lugar en el futuro.
Cuando anocheció, el frío era metal helado, mis pies pesaban y estaban cubiertos de barro. Hacía rato que caminaba siguiendo con la vista a las vías, algo que nacía de un lugar indeterminado dentro de mí me lo estaba pidiendo y, en consecuencia, decidí dejar atrás la estación.  La tierra negra cubría los costados de los rieles de acero que se pegaban al quebracho rugoso formando las vías que se extendían hasta el horizonte. El acero brillante se revelaba entre los terrones de barro y se fundía con la madera dura, curtida por la lluvia, el viento, el paso de los trenes y los golpes de las piedras. 
 Seguí la marcha aproximadamente medio kilómetro y mientras miraba al suelo, de pronto, la línea que dividía al acero y el quebracho, de la tierra, casi sin darme cuenta, desapareció. La tierra se comió a las vías y ni bien parpadeé ya no había rieles, estaba yo, descalzo, caminando sobre un colchón de barro, sin hojas, sin pasto, sin acero, sin nada más que barro.

   La atmósfera estaba cargada de ese silencio de madrugadas que perturba a la soledad, ese silencio que insiste con pensamientos incómodos. Un silencio que nos interpela con los asuntos pendientes que vuelven, siempre vuelven. Ese silencio que nos recuerda solos, abandonados, eyectados al futuro en un presente constante que se mueve y nos deja un pasado inmóvil, lejano, estático.

 No había árboles, no había pasto, no había calles, no había rieles, ya tampoco había tierra, todo se había transformado en una enorme habitación negra vacía, y fue entonces cuando pasó… el miedo paralizó mi cuerpo, me dominó por completo, mi aliento fue atrapado por un gusto metálico y pude sentirla, me atravesó como una navaja, era una angustia infinita, desesperante. Quise tranquilizarme aunque solo logré ponerme más nervioso. Mi respiración se alteraba, el pulso vibraba acompasado, el aire escaseaba, me sentía como un animal intoxicado por un disparo eléctrico, pero algo era distinto, la angustia había caído sobre mis manos sucias, podía sentir a mi sangre secarse dentro de las venas. El silencio era quién lo decía todo, perturbándome como a un neurótico. Me sentía verdaderamente mal. El aire, tenso, podía cortarse, incluso, con el filo de una mirada.
 Me sentía encerrado, como el prisionero derrotado, en medio de la nada, (¿Cómo es que el aire, el vacío, la nada misma si se quiere, podía llegar a encerrarme?).

Intenté calmarme, pensar, entender como razonable ciertas ideas imposibles (para no volverme loco era necesario utilizar una lógica que aceptara cualquier tipo de ataque a lo que pueda considerarse “normal” o “común”, o inclusive, valga la repetición, “lógico”).

Me esforcé y giré y cuando di la vuelta los vi, estaban ahí, inmóviles, pero hace unos segundos me seguían, caminaban en zigzag detrás de mí. Varios cuerpos de jóvenes amigos y desconocidos, con inseguridad en la seguridad, pero firmes, perdidos en sed de encuentro, me buscaban. Me creían capaz de trazar un camino. Un montón de vida como una hoja blanca vacía en la que todo está por escribirse, que esperaba y deseaba cambiar posibilidades por decisiones, hacía suyos mis pasos. No estaba solo.

  Comprendí que una mirada puede suprimir el centro de todos los abismos, que reconocerme en pasos que, por idénticos hago míos, podría abrir La Puerta Última, (La Puerta Última es pura invención y reconocimiento. Incluso la cárcel perfecta guarda una íntima Puerta Última). La cárcel perfecta era la nada de la existencia, la tristeza de la vida, el miedo a ser, y La Puerta, mi necesidad de ser y reconocerme en la mirada del otro. La forma más sincera de proyección que podría esperar se manifestaba delante mío y no pude sino sentir miedo, pero un miedo diferente a otros miedos, un miedo lógico, imborrable pero llevadero, el miedo de la responsabilidad en una decisión, el miedo de la libertad como compromiso, y fue entonces que recordé aquello que era real y sonreí: “No estoy solo”.